Corazones rotos en el camino

Ya sabemos que Dylan reina en todos lados donde sopla el viento, en todo tiempo y lugar, su figura se yergue como un geist implacable, prácticamente no hay época que se le pueda escapar. El caso es que, de a ratos, también pudo romperla en los confusos ochentas. Me acuerdo de ese video. Sweetheart Like You, se llamaba la canción. Yo era chico y miraba eso, con un estremecimiento que no me cabía en el cuerpo. Un tema que parece de amor. Que dice corazón para decir novia. No sabía bien qué era ninguna de las dos cosas, pero lo mismo daba: igual, las palabras cerradas de Dylan, que parece que tuviera branquias en lugar de pulmones, se me hacían incomprensibles; además apenas chapuceaba inglés. Aquel era un tema de esos que rompen corazones, más si uno es medio flojo. O se vuelve así cuando escucha una cosa portentosa como la que nos ocupa. ¿Alguien dijo canciones de amor? Nunca. O tal vez sí, pero de qué extraña manera: al modo de los artistas inmensos, llenos de cosas ininteligibles en sus cabezas. De cosas ambiguas, imposibles de hacer encajar en una definición categórica. Una balada capaz de romperte los huesos, más bien (habría que esperar a que Steve Earle compusiera Hard-Core Troubadour, un amante descorazonado, o sea otro caso patológico, para ver algo parecido). Y que encima está grabada como se usaba entonces, con ese sonido pegado al cuerpo tan ochentas, de cámaras, de baterías un poco sobrehumanas, pero que con Dylan -que siempre les tuvo antipatía a los estudios de grabación, tomen nota –alcanza la estatura de cualquiera de sus canciones registradas en momentos gloriosos del rock (hay que decirlo: los ochentas nunca fueron del todo buenos para nuestra música preferida. Aunque si me apuran, salvo honrosas excepciones, peor nos fue en los noventas. Ampliaremos).

Lo concreto es que en esta oportunidad, en esa canción, Dylan rapea con los dientes apretados, casi con desprecio, una canción de amor que al final resulta más una formidable declaración de guerra. Pero que podría ser mil otras cosas distintas, algunas pavorosas; todas, sin dudas, con un regusto a ponzoña dulce, eso que nos golpea en la mañana cuando vemos que lo que está a nuestro alrededor es una soledad que no se puede describir cabalmente con palabras. Seguir leyendo

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All we need is love

Escribimos. Algunas personas escriben, hacen fintas con figuras fantasmas, esas sombras imperturbables que son sus limitaciones, tiran botellas al mar. Tarde o temprano, en la breve boca del tiempo, se termina por admitirlo, casi con una desesperación que por fin acierta a decir su nombre: la presa es el otro. El motivo principal de todo desvelo. Se trata entonces de buscarlo para convencerlo, acribillarlo allí donde esté para arrastrarlo al propio terreno, retorcerlo con palabras, hacer que nuestras palabras sean las suyas; hacerlo nuestro por las buenas o por las malas (en la economía del deseo el gasto es el mismo). Acá no estamos para hacernos los santos: la cosa es siempre curvar a los que nos rodean en nuestro favor, hace que nuestra música les suene como propia. Si no ¿para qué escribir? Es una pregunta con cierta pertinencia, que uno se debe hacer de tanto en tanto, aunque la respuesta pueda estar teñida de sombras. Aunque se exponga inmediatamente al desprecio o incluso a la irrisión. En el mejor de los casos, a la abulia.

Pasa que a veces, cuando algunas preguntas son formuladas no se obtiene más que silencio. Puede actuarse libremente entonces, elegirse el galope o la marcha blanda, la risa del que juega, el leve abandono del que viaja sin prisa. Respuesta fácil: escribir es el gusto de los que escriben. Pero hay otras cosas. Como escribir para interrogarse, al menos como complemento de lo anterior, eso no es para descartar tampoco. Escribir para perder el rostro. Eso también puede ser: que se escriba para enajenarse, para abismarse. Des-identificarse, entonces. Perderse. Seguir leyendo

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Bon voyage

En estos días en los que todos miran/piensan/recomiendan series, ya encontré una que me dieron ganas de ver. Cosmos es el nombre de la saga de trece documentales en los que Carl Sagan (científico, licenciado en artes y un largo etcétera) se ocupa de la historia de la humanidad (tiempo) y las infinitas distancias de la galaxia (espacio). La mirada de Sagan hace foco sobre procesos complejos y pequeñas historias: se ocupa tanto de las teorías evolutivas (Darwin, pensar a los dinosaurios deviniendo en aves) como de unos cangrejos que parecen samuráis. Pero los momentos más intensos de su épica son aquellos en los que se ocupa de la Vía Láctea. Al inicio del primer episodio, bautizado con el hermoso título A Shores of the Cosmic Ocean, Carl se sienta en una cabina espacial desde la que observa, navegando entre planetas y estrellas, imágenes animadas del espacio. Todo acompañado por música compuesta por Vangelis, unos teclados galácticos que hacen acordar a los que toca Truffaut en Encuentros cercanos del tercer tipo. Ahí lo vemos encandilado por ese viaje, por esas imágenes que aparecen disparadas desde su imaginación, proyectadas desde sus ojos, al tiempo que su voz relata todo con pasión herzogiana. Y también con un didactismo que nos hace caer en la idea que el espacio que habitamos resulta apenas perceptible para nosotros, que somos muy chiquitos en medio de todo eso. Como cuando Sagan explica que “Si el calendario cósmico fuese una cancha de fútbol, la historia de la humanidad ocuparía apenas el tamaño de la palma de mi mano”.

Ese mismo didactismo, amable y lleno de vocación y amor, de Sagan es el que se hace presente cuando Chris Hemsworth toma una lapicera gorda para dibujar una constelación en forma de árbol sobre el cuaderno de Natalie Portman y así explicarle dónde queda la galaxia de la que él proviene. En Thor el Cosmos también tiene una presencia importante: pienso en las escenas de furiosos viajes intergalácticos y en ese final con Thor observando un paisaje infinito de estrellas pensando desde lejos a Natalie Portman, esa científica a la que llegó caído del cielo. Entonces Natalie mira su reloj y sonríe, y enseguida compartimos su optimismo porque ya vimos cómo en la escena en la que lleva en su camioneta al rubio del martillo y casi tienen un accidente, volantazo de por medio, ellos se miran y en lugar de preocuparse prefieren sonreír y seguir adelante. Thor también es una película con buen humor que sabe reírse de sí misma, como cuando dos tipos del FBI ven llegar a los amigos de Thor a la Tierra y uno los anuncia diciendo: “Acá tengo a Xena, Jackie Chan, y Robin Hood”. Seguir leyendo

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La aventura del descubrimiento

Por Casandra Scaroni

Mi Bafici personal se dio un poco a los tumbos este año. Casi sin tiempo para ver películas, llegué tarde a todas las recomendaciones y no vi mucho de lo que se sugería como imperdible.

Por  el mismo caos de rutina en el que estoy ahora me encontré viendo cosas de las que sólo sabía que me había gustado el afiche y que justo la daban en el hueco que tenía libre. Así es como vi A pas de loup, que desde el minuto cero- en que se escucha a una nena pensando sobre los terribles y desalmados que son sus padres millonarios que la obligan a usar cinturón de seguridad y a ir a la mansión que tienen en el campo sin prestarle atención ni preguntarle qué es lo que quiere-, supe que era un pelotazo.

Pero también así descubrí (tarde, ya lo sé) a Jaques Doillon y a su pequeña Ponette.  Ponette es una nena de unos 4 años que  perdió a su mamá. Digo perdió porque si bien todo el mundo le explica (y Ponette entiende todo mejor que nadie) que su mamá se murió, ella se empecina en buscarla para hablarle. Así de triste y desgarradora es la película llamada Ponette, pero también así de hermosa, porque Doillon no deja un segundo la carita redonda de la niña  y nos hace seguirla en todos sus intentos por hablar con su mamá: Seguir leyendo

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Contá conmigo

En la tapa de Tom y el Niño Elefante ambos aparecen de espaldas, abrazados. Uno de ellos es de Racing y el otro de Gimnasia, pero tienen que saber que esa imagen es idéntica a una foto de Aimar y Saviola en la época de River. Es hermosa esa foto, el Payaso y el Conejo están embarrados, la camiseta enorme fuera del pantalón, las medias caídas. Son nenes jugando. Claro, ésta es una perfecta postal de potrero, pero también de amor y amistad: de dos que se divierten haciendo cosas juntos. Como Aimar y Saviola, Tom y el Niño son amigos que se juntan a tocar, a tocar como los mejores, a tocar como el Barça. El Barcelona de Pep Guardiola es el equipo de los que nos gusta jugar bien, de los que preferimos tocar y tocar y que todo sea un Lio tremendo. Por eso no es casual que el Chango le haya regalado a Tom una camiseta blaugrana que en la espalda tiene el 30 y dice Messi. Sí, el 30: ése fue el primer número que usó Lionel y quizás no haya sido tan desacertado si lo pensamos como anuncio de ese potencial Diez que estaba por venir, como el aviso de que estábamos en presencia de uno de esos jugadores que juegan un montón y valen por mucho más que dos.

Así como en Fin de semana de muertes La gran bestia Tom ya había confesado su devoción hacia Terminator (El exterminador (anda por ahí)), en Tom y El Niño Elefante continúa con ese amor indestructible esta vez metiéndose con Bruce Willis y Stallone para dedicarles dos odas de una belleza emocionante: John McClane y El gran Balboa. Siempre me pregunto de dónde habrá sacado una canción como El gran Balboa porque resulta difícil escucharla, cantarla, hablar, o escribir sobre ella sin contagiarse de las lágrimas de Rocky. También, Tom compuso canciones inspiradas en pandemias zombies, se adelantó a Skyline cuando en Monstruos del más allá decía: “Vienen del más allá/ en sus naves te vienen a buscar/ Quieren tu cerebro” y hasta, en Otro villano más, le puso música al discurso que Heath Joker Ledger le rapea a  Harvey Dos Caras en The Dark Knight. El cine tiene una importancia vital en este universo pero ahora prefiero dejar las películas por acá, a un costado, para retomarlas luego. Seguir leyendo

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Una lata con un volcán adentro

Se trata de Woodstock. Pero más que nada es sobre un animal parado arriba de un escenario con una remera amarilla: un pedazo pródigo de humanidad a punto de desbordarse al que no en vano apodan The Bear y que toca en Canned Heat, la banda de blues eléctrico cuya imagen se vio multiplicada por el mundo al salir en la película Woodstock. Ya se sabe que Woodstock es esa palabra olvidada y un poco risible. Un concierto multitudinario de rock, una cosa bella y monstruosa, y de paso también una película que una vuelta pasaron por la televisión cuando yo era chico y que se encarga de reflejar, en parte, el carácter anómalo del asunto que obligadamente se designa con el nombre de una localidad del estado de Nueva York. Es fácil reírse de Woodstock, porque la palabra parece ahora evocar una idea más bien arcaica, un talismán de amor custodiado por mentes que se quedaron ancladas en el calor de una juventud a la que largamente se añora: un sueño perdido. Pero resulta que esta vez el cine no miente, el montaje no miente. Hay que ver la poesía breve del principio, ligeramente tristona (o así me parece siempre), cuando esos tipos en cuero están armando bajo el sol una estructura de metal y madera –una criatura efímera –, o la de esos grupos errantes de chicos cuyo andar aparece alumbrado con el dejo de una altanería insobornable, casi seguros en el fondo de que el mundo jamás les pertenecerá del todo; esa ociosa camaradería compartida que se rodea con el halo de un interrogante. ¿Son concientes de que participan de un acontecimiento irrepetible? La respuesta es sí, pero no se trata de un concierto de rock sino de la juventud. La ferocidad les brilla de a ratos en las caras de niños nómades. Esa poesía, entonces, desprendida como un lento rosario de palabras y señas secretas, deja ver los restos de una dignidad que se sostiene, casi insultante, fijada en las imágenes a lo largo del tiempo.

Pero en realidad esto es acerca de Canned Heat, porque lo importante es que uno está viendo esa gran película imperfecta –esa que yo una vez, cuando tendría diez u once años, vi por televisión mientras sentía que estaba formando parte de una secta cuyos integrantes, seguramente desperdigados por todos los rincones de la Argentina, tampoco podían sacar los ojos del televisor –y capaz que no le presta mucha atención a la melodía escapada de una siesta en el campo que acompaña las imágenes señaladas. Seguir leyendo

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De la música nueva

En este preciso momento está sucediendo algo hermoso. La música que estábamos esperando llegó, llegó hace rato, y lo hizo cubriéndonos con miles de luces de colores que nos iluminaron en medio de esa oscuridad que a veces quiere invadirlo todo.  La culpa la tiene un pequeño grupo de bandas, una cofradía, que apareció de repente atesorando una intensidad con la que en cada recital recluta nuevos integrantes que descubren el irresistible encanto de pertenecer a la pandilla más luminosa. Viva elástico es una de esas bandas. Ellos son cuatro pibes que el año pasado editaron un disco que terminó siendo toda una revelación. Disco debut que arranca con Complejo adolescente, con unas melodías estridentes que figuran imágenes capturadas por un espejo retrovisor desde el que titilan un montón de luces amarillas que vuelven hacia atrás. “Cuando vos te acercás, me voy”, la indecisión de un relato histérico aparece construyendo un universo en constante movimiento, bien elástico. El espíritu inquieto de las canciones de los Viva arma una fiesta de la forma por la que se contorsionan remolinos guitarreros que ascienden hasta hacer cima y estallar en el grito encendido de Ale Schuster. Se trata de melodías que son toboganes volcánicos: cuando creíamos que ya habían aterrizado explotan de nuevo para volver a elevarse y salir disparadas como atravesando el flash de una tarde de otoño. “Me quedo quieto y veo cómo llegan y veo cómo se van”, si el movimiento pone pausa es para contemplar cómo pasan las cosas, igual que esa chica que desde la tapa de este disco lanza una mirada que puede estar observando la nada o monitoreándolo todo, imposible saberlo. Las canciones de Viva elástico giran en un ida y vuelta que nos envuelve como esa energía que da aspirar algo muy rico, y acumulan su potencia para hacernos bailar y gritar como nunca. “Tocar la guitarra y cantar y cantar” para alzar la voz en un aullido infernal, porque canciones como Imágenes de amor, El festejo o Las motos fueron hechas para cantarlas así como lo hace Schuster: como si fuera la última vez.

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Una filosofía de la tristeza

En algún momento Edgar Allan Poe quiso ser escritor. Tenía una cultura libresca incompleta pero suficiente para que su mente se inflamara, se llenara de imágenes terribles. Admiró a Byron, cuya obra estaba en la cresta de la ola, desechando sin embargo su helenismo grandilocuente. Los poemas de Poe participan del Romanticismo a su peculiar manera, a menudo el gesto truculento se impone al trágico y es ahí donde se produce una sombra, una intrusión. El hombre cruzaba los mundos de su infancia en Virginia, en donde vivían sus padres cuando lo adoptaron, que incluía nodrizas negras e historias de aparecidos y espectros, almas que vagan penando en la noche, y unos pocos años que pasó en Inglaterra y que le proporcionaron el conocimiento de los relatos del folklore escocés y la contemplación asombrada de añosos castillos en penumbras. Era una combinación explosiva. Enseguida se consiguió algunos amigos para que le editaran sus poemas. Sin embargo la respuesta de los lectores fue casi nula. Definitivamente desheredado, malvivía con empleos temporarios con los que mantenía a su mujer y a su suegra. Trabajando de a ratos como periodista escribió críticas virulentas, brillantes en su descaro y agudeza, en las que ponía en entredicho a los popes del mundo cultural de la época, y que rápidamente le valieron un contingente de enemigos dispuestos a devolver los golpes en cuanto la oportunidad se presentara.

De pronto dejó casi la poesía por el cuento. Se cuidó, sin embargo, de ejercer una prosa poética. Tenía razones prácticas para el cambio que el mismo explicaba: le parecía que la confección de un poema requería un estado de perfecta lucidez y capacidad intelectual que, dados sus excesos con la bebida y el opio (al que se había hecho afecto), no siempre estaba en condiciones de sostener. El opio, que tomaba en forma de láudano, esto es disuelto en alcohol, podía proporcionarle tanto tema como forma. Según sus propias palabras, la droga prácticamente le dictaba algunos cuentos, le producía pesadillas diurnas, a partir de las cuales podía ponerse a escribir. Su salud empeoraba y su fama se acrecentaba. En tanto su esposa Virginia languidecía, víctima de la tuberculosis, ya postrada hasta el final de sus días.

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Hang the DJ

A ver, tomemos a Tony Manero y crucémoslo con Romeo Dolorosa, el personaje de Javier Bardem en Perdita Durango. Agreguemos una pizca de algún DJ ultraviolento, quien sepa de alguno puede soplarme, y mucho de actitud chabón made in México. Es complicado definir a un tipo como Silverio. Silverio es un tipo complicado. Ante todo Silverio es un paladín del trash; un muñeco que se baña y se chapotea gustoso en lo más berreta. Silverio muere, se desvive, y se desviste, por ser cool y lo logra a fuerza de performances maratónicas y desquiciadas, como si fuera uno de los Jackass tomando por asalto una cabina de DJ. ¡Bingo! ahí está: Silverio es el Steve-O del tecno punk.

La música, pongámosle así, de este mandril tiene un eco calibrado, y plastificado, en la década del ochenta. Se trata de una voz pasada por vocoder que retumba en paredes empapeladas con los culos de las tapas de los discos de Gapul. Silverio se frota en lo pop; en su universo se disparan gafas de sol con persianas, vinchas de animal print, tangas fucsia y disparos con pistolitas de Family Game. Todo eso en un torbellino que chorrea un flash trasnochado y fiestero en medio de baterías electrónicas, sintetizadores de 8 bits y percusión de cotillón. Música para rebotar y canciones, pongámosle así, con títulos como XXX o Hagámoslo. Pero lo de Silverio no se agota en la música, él es un performer desatado, un punk con mostachos de actor porno que agita su melena estilo cubano mientras baila en zunga sobre su consola. Silverio toma (por asalto) la pista de baile como un territorio explosivo. Su agite se contagia vigoroso, abajo del escenario decenas de tipos se matan a golpes en un pogo demente. No pueden más. Silverio comenzó a conquistar el mundo

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Un génesis propio

Por Jorge Garibotti

El génesis.

Un génesis personal.

Hoy lo veo claro, era el principio, el comienzo de la peste, el amor, la lluvia, la inundación, la sequía, la siembra, el bienestar, la eternidad, la agonía, el sueño, el frío.

Esto sería entre el 83 y el 87, yo andaría por los 16 y los 20 años. No lo sabía, pero todo estaba ahí, a mano, sólo lo debía tomar, era el momento para dar el gran salto al vacío, tenía el barro, bastaba con tallarlo y soplar para darle vida.

Un humo espeso, una niebla, una fuga de gas se fue metiendo en mis pulmones, pasando por mi médula, hasta llegar a mi cerebro. Podía respirarlo como al dióxido de carbono de los caños de escape. Eran el Parakultural, Fernando Noy, Mezcalina, Batato Barea, Urdapilleta, Tortonese, los Melli, las Gambas al Ajillo, Cemento, Sumo, Todos tus Muertos, el primer cassette de los Redondos, las radios piratas, los fanzines punks que regalaban o vendían muy baratos en la calle, los sótanos del teatro under. La historia de los Sex Pistols tocando God Save The Queen en un barco por el Támesis para evitar la censura, hacía que muchos quisieran imitarlos. Había casi una obligación de ser marginal, de ser reventado, de romper las reglas. La rebeldía punk que ya había muerto o agonizaba en Europa y EE.UU. acá comenzaba a vivir. Luca Prodan, en los reportajes que le hacían en las radios, hablaba de Joy Division y los Sex Pistols y nos hacía desear haber estado ahí.

Nueva sangre para el viejo Drácula.

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